Primera parte.
Entra Santiago, el quiosquero de abajo, a mí habitación con dos minones profesionales. Santiago es tal cual es él en la realidad, petiso, gordo, algo oscuro, algo pelado, con algo de barba y bigotes. Las chicas son altas, de cuerpos esculturales y vestidas para trabajar. Yo estoy fuera de la habitación, mi marido y mi hijo también.
Mi marido les abre la puerta y Santiago pasa con las chicas a nuestra habitación. Después de un rato, el quiosquero sale con las chicas de nuestra habitación. Yo me acuerdo que para fin de año del año pasado, pasó lo mismo y le digo a mi marido: "No quiero más putas en casa". Él me explica que es un ritual de Santiago, que es algo que él hace todos los finales de año desde antes que nosotros viviéramos acá, que el anterior dueño del departamento lo dejaba pasar y que porqué nosotros no vamos a dejarlo. Yo le explico que no me importa nada. Que éste fue el último año.
Segunda parte.
Pensando en vender el departamento y en la cantidad de metros cuadrados que tiene, me doy cuenta de que tiene un ambiente más del que creía. Encuentro (y recuerdo) que hay un hall bastante grande al que se accede por una arcada (gran arcada) desde el living (que hoy funciona como escritorio). Es un ambiente grande, lleno de placares blancos empotrados. Los techos tienen molduras, el piso es de parqué (como el resto de la casa). Pienso que ahí hay más metros de departamento, pienso que ya no me acuerdo qué habré guardado en esos placares cuando llegué a vivir acá.
Tercera parte.
Bajo al sótano y descubro que funciona como cementerio. Está completo. Ya nadie más va enterrarse allí. Pero hay tumbas, epitafios y flores.
Reflexión diurna: Uff!
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